lunes, 10 de mayo de 2010

Pausa

Me sentía en la mitad del mar. En ese viejo barco que salió del puerto de Buenaventura. A mil kilómetros de donde me hallaba ahora. El desierto, como el mar de mi memoria, se componía de líneas infinitas. El mar tenía sus olas y el desierto sus dunas, pero lo cierto era que en ambos podía sentir, casi palpar, la pequeñez de mi ser.

Ya llevaba mucho tiempo en el desierto. Tanto, que ni siquiera recordaba como había llegado ahí. Las líneas del pasado y del futuro parecían expandirse hasta dejarme únicamente con mi presente. Con el tiempo me convertía en arena, era un grano más, en el inmenso desierto. Como un grano que a veces estático descansaba sobre otros granos, a veces debajo y a veces simplemente me movía con el viento. Ellos, mis compañeros de viaje, eran Los Auténticos. Tan auténticos como el calor que quemaba mis pies y endurecía los callos de mis plantas. Cada uno de ellos conciente de que su existencia pertenecía a algo más grande, a un universo conectado y en armonía. El universo nos brindaba la comida diaria sin que la buscáramos. El universo nos cuidaba.

Mi viaje onírico me era familiar. Como si lo hubiese leído en algún libro de los que tanto se enorgullece nuestra cultura. En las cabezas de mis compañeros habitaban millares de libros, de historias y sabiduría que no escribían. En ellos estaba la memoria y en la memoria estaban ellos. Por eso sus conocimientos no servían para ser escritos en un libro, debían permanecer siempre en sus cabezas, para ser invocados en el momento necesario.

Eso sucedió ese día cuando caminábamos por unas rocas grandes que se erguían a cinco metros del suelo. Yo caminaba con desconfianza todavía. Creyendo pisar una roca estable, me caí, quebrándome los huesos de mi pierna derecha. "Aquí se acabo todo", pensé mientras me retorcía en la arena. Ellos me recogieron y llevaron al lugar donde dormiríamos esa noche. No podía entender porque ellos me miraban serenos. Yo lloraba, como lo había hecho toda mi vida. Lloraba de miedo.

Mujer cura y Hombre medicina permanecían a mi lado. Ella tenía una pequeña sonrisa que inspiraba tranquilidad. Los dos empezaron a mover sus manos de arriba abajo por mi pierna sin tocarla. Ellos hacían esto para reestablecer la memoria del hueso, para que pudiera recordar su puesto original pues cada órgano o parte de nuestro cuerpo tiene memoria. Después le hablaron a mis huesos, entonaban rezos que yo no entendía hasta que en un momento culminante lo pusieron en su sitio. Yo no grité, solo abrí los ojos.

Ya no estaba en el desierto. A mi alrededor solo habían unos pinos grandes y el paisaje tan familiar de las montañas boyacenses. No estaba en el desierto, por el contrario, estaba rodeada de pastizales y montañas de varios tonos de verde. El sol picante de las tierras altas me hacía sudar y quemaba mis cachetes. Me cogí la pierna derecha, la cual estaba adormecida. Sentía un cosquilleo que me subía de arriba hacia abajo. A mi lado el libro que estaba leyendo: "Las voces del desierto" de Marlo Morgan.

Me volví a recostar en el pasto, cerré los ojos y traté de volver a ese lugar. Quería sentirme nuevamente como arena y calor. Quería volver a agradecer al mundo, todas las mañanas, cogida de la mano de mis compañeros errantes. Quería tener un destino, no teniendo un destino definido. Estar perdida en un desierto y sentirme como si realmente me hubiera encontrado.

Me recosté en el pasto y cerré los ojos. Fui perdiendo la consciencia lentamente hasta quedarme dormida. En mi sueño me encontré en el desierto nuevamente. Ahora estaba sola y el sol golpeaba mis ojos y mis labios. El desierto estaba ahí, abajo, encima y alrededor mío. Yo estaba detenida, totalmente inmóvil, sintiendo como el sol quemaba mi frágil piel. Admiraba al sol, alzaba mi cabeza para verlo de frente. Una pequeña sombra pasó encima de mi cabeza. Era el pequeño halcón que me seguía constante. Pasó y emitió un sonido agudo y certero. Abrí los ojos.

El sol de medio día calentaba mi cuerpo en el campo. Abrí los ojos pero no me levante. No moví ni un centímetro de mi cuerpo. Hay momentos en que se debe permanecer inmóvil y otros en que de debe mover sin restricciones. En ese momento de pausa, quise enraizarme como el pino. Con los ojos abiertos miré los bosques y sentí el fuerte viento que venía del sur. Un pájaro pasó volando, cantaba una canción para que todos oyéramos.

2 comentarios:

Umberto Pérez dijo...

Leí "Pausa" y tuve que escuchar a Nick Drake. También me acordó de una canción de Bunbury llamada "la chica triste que te hacía reír".

girby... dijo...

voy a escuchar la de Bunbury, que bonito que te ponga a escuchar Nick Drake